J. Schumpeter sigue vivo (Maria Carmen Gallastegui)

22/05/2017

Fue J. Schumpeter quien nos proporcionó la definición de innovación más utilizada.  El gran economista austriaco consideraba que la innovación abarca aquellos casos en los que, o bien se produce una introducción en el mercado de un nuevo bien o servicio con el que los consumidores no están familiarizados, un nuevo método de producción o una nueva metodología organizativa; innovación es  también, en su opinión, la creación de una nueva fuente de suministro de materia prima, la apertura de un nuevo mercado en un país y la implantación de una nueva estructura en un mercado.

Consideró al empresario como el agente principal que provoca el cambio, lo que él denominaba el “desequilibrio” en una economía competitiva, la persona causante del desarrollo económico y, como tal, una figura clave.  Para entender correctamente a este autor puede ser útil recordar que entendía el “desarrollo” como un proceso “dinámico”, una alteración del “status quo económico” y la base para la reinterpretación de un proceso vital que no aparece en la corriente principal del análisis económico durante años.

Como otros muchos economistas, Schumpeter utilizó la función de producción para definir el concepto de innovación.  Si la “Función de Producción” describe la manera en que varía la cantidad del output (producto) cuando varían las cantidades de factores productivos utilizados, (capital, trabajo, tierra..) podemos preguntarnos qué ocurrirá si lo que varía es la forma de la función que une producción y factores de producción.  Pues bien, cuando es la función la que cambia, diremos que estamos en presencia de una “innovación”  o de “un progreso tecnológico”.

Al margen de estas cuestiones más o menos formales, nos enseño que la innovación con éxito requiere un acto de  la voluntad, no sólo del intelecto;  en otras términos que  la innovación depende no sólo de la inteligencia sino del liderazgo y no debe ser confundida con la “invención”. Y esto es así porque la aplicación de cualquier mejora al proceso productivo es una tarea distinta a la de su invención y requiere aptitudes diferentes.  Por otro lado, la mayoría de los autores que trabajan en este campo admiten que si los nuevos productos, procesos o servicios no son aceptados por los mercados, la innovación no existe.

 

En aportaciones posteriores encontramos autores para los que las empresas que en el presente generan valor, son normalmente las que se comportan como “seres vivos”: nacen, crecen, se reproducen y, si es preciso, mueren.  Crear una nueva compañía con los valores ya aprendidos y con las mejoras dispuestas para poder ser introducidas resulta ser una decisión mejor que insistir en algo que ya no logra los éxitos pasados.

En los años 30 la innovación se clasificaba en tres grupos: innovaciones que servían para ahorrar mano de obra, para ahorrar capital o aquella innovación calificada como neutral. Después de la segunda guerra este tipo de discusión fue muy relevante y la pregunta básica que nuestros antepasados se hacían, y hoy continúa viva, no es ni más ni menos que la de ¿Sustituirán las máquinas al capital humano? ¿Sera el progreso técnico generador de empleo?

Hasta el presente, el progreso tecnológico ha sido capaz, en muchos casos, de producir mayores niveles de empleo aunque no tengo claro que lo ocurrido entonces tenga por qué reproducirse ahora.  Corremos algún riesgo. Y hablando de riesgo no podemos olvidar el que hay que aceptar cuando se trata de determinar cuál es el momento correcto para impulsar la innovación.  El día a día de las instituciones y de las empresas se ve afectado y habrá quien  considere que la innovación es más una complicación que una estrategia competitiva del negocio.

Las organizaciones decididas a innovar  tienen que crear una cultura de la innovación, conscientes de que, en ocasiones, se generará resistencia.  Si, además, se teme que el retorno que puede obtenerse innovando no tendrá lugar en el corto plazo, la probabilidad de que las innovaciones se vayan post-poniendo aumenta.

La aversión al riesgo y la resistencia al cambio son sentimientos humanos contra los que  no queda más remedio que adoptar una actitud que exige  estar dispuestos a asumir los riesgos del fracaso e incluso de la crítica. Por eso es tan importante que, a través de la cultura y del comportamiento institucional, “la aversión al riesgo” y la “resistencia al cambio” se consideren enemigas de  la innovación.

 

Termino con una reflexión que me pareció útil. Los seres humanos podemos dedicarnos al pensamiento creativo o a la gestión y resolución de los problemas del día a día. Muchos tendremos la experiencia de haber vivido situaciones en las que nuestra mente está ocupada con problemas del medio y largo plazo y no puede responder con eficacia a los problemas más inmediatos o viceversa.  Para ser innovador se recomienda vivir en un contexto en el que las tareas diarias se resuelven con gran agilidad.  Esto hace que sea  más factible abordar la tarea de innovar.

Quizá sea una  excusa pero, cuando pierdo mis gafas,  tardo en buscar un documento en el ordenador o no consigo encontrar el número de teléfono que preciso en ese instante recuerdo que necesito tener mis tareas y necesidades del día a día mucho mas sistematizadas.  Cuando consigo algún avance en este asunto sigo sin ser innovadora pero, por lo menos, no extravío tantas gafas.

Maria Carmen Gallastegui

Catedrática de Teoría Económica