Detrás del décimo grupo empresarial español está un sacerdote en proceso de canonización y su empeño por aplicar la doctrina social de la Iglesia. El mercado ha obligado a este proyecto a reinventarse continuamente
A finales de junio, la Comisión de Desarrollo Económico del Parlamento de Navarra aprobó por unanimidad –desde UPN hasta Sortu– una resolución para promover un modelo inclusivo-participativo de empresa. El documento recomienda entre otras medidas la implicación de los trabajadores en el capital y el gobierno; reinvertir parte de los beneficios en I+D+i, y buscar soluciones a los problemas sociales del entorno.
La resolución es fruto de dos años de trabajo con distintos actores sociales, a partir del documento La vocación del líder empresarial (2014), del Consejo Pontificio Justicia y Paz. Detrás de esta iniciativa está el esfuerzo de la Fundación Arizmendiarrieta y la asociación Amigos de Arizmendiarrieta para impulsar el legado de este sacerdote y fundador de la Corporación Mondragón, décimo grupo empresarial español y el mayor grupo cooperativo del mundo, con presencia en los cinco continentes.
Formación profesional y social
José María Arizmendiarrieta (1915-1976), declarado venerable en 2015, pasó toda su vida sacerdotal como coadjutor en Mondragón. Llegó a esta localidad guipuzcoana en 1941, una época de carestía, miedo y odio tras la guerra civil. Allí promovió unas condiciones de vida dignas para todos y la construcción de una sociedad donde la búsqueda del bien común permitiera superar los enfrentamientos. Así se refleja en el documental El hombre cooperativo, del ganador de un Goya Gaizka Urresti, que con motivo del Día Internacional de las Cooperativas (7 de julio) se proyecta esta semana en el cine Artistic Metropol de Madrid.
Como consiliario de Acción Católica, el sacerdote apostó por la educación de los jóvenes: espiritual, laboral y humana. Creó una Escuela Profesional para «formar personas técnicamente muy preparadas y socialmente comprometidas. Decía que la escuela tenía que estar al servicio de la sociedad, no solo de los alumnos». Lo cuenta a Alfa y Omega Javier Retegui, que en 1956 estudió peritaje industrial en este centro porque las clases nocturnas le permitían trabajar de día en la Unión Cerrajera, la empresa entonces más importante de la localidad.
Arizmendiarrieta había intentado que la Unión Cerrajera abriera su capital a los trabajadores. Tras su fracaso, cinco exalumnos de la Escuela Profesional cercanos a él «empezaron a diseñar una empresa donde todos los trabajadores fueran socios». Así nació, en el mismo 1956, Ulgor (acrónimo de Usatorre, Larrañaga, Gorroñogoitia, Ormaetxea y Ortubay, sus apellidos), convertida luego en Fagor.
Desde la doctrina de la Iglesia
No partían de cero. Arizmendiarrieta, como otros sacerdotes salidos del seminario de Vitoria, estaba fuertemente influido por el catolicismo social de autores franceses como Munier o Maritan. «Hablaban mucho del cooperativismo como forma de superar la lucha entre el capital y el trabajo, uniendo ambos en la misma persona», explica a esta publicación Jon Artabe, experto en doctrina social de la Iglesia que ha investigado su figura. En el País Vasco ya había cierta tradición en este sentido y el nacionalismo vasco, por aquel entonces muy vinculado al catolicismo, apostó por la cooperativa como «una tercera vía entre el capitalismo de la derecha monárquica española y el socialismo». La guerra civil truncó este camino.
El coadjutor de Mondragón «tenía una visión positiva del trabajo, pues por él el hombre coopera con Dios en la creación –explica Artabe–. Pero veía que las empresas no funcionan bien por el egoísmo». Las cooperativas se protegen parcialmente haciendo que todos los trabajadores sean dueños, estableciendo que el salario más alto no supere en mucho al más bajo (en los orígenes, el triple), y obligando a reinvertir parte de los beneficios para ampliar el capital de los socios y para proyectos de promoción social.
«Fue una revolución»
Estas características encarnan, según el presidente de la Fundación Arizmendiarrieta, Juan Manuel Sinde, dos principios básicos de la doctrina social de la Iglesia: la igual dignidad de todas las personas, y el bien común. «En una cooperativa, las necesidades de la comunidad son más importantes que los intereses legítimos de los distintos grupos», sin anularlos. Que los trabajadores participen en la toma de decisiones no sirve solo para que defiendan sus derechos, sino también para que desarrollen su creatividad y miren por el bien de la sociedad.
En los años 50 y 60, este planteamiento «fue una revolución –explica Retegui–. Mondragón pasó de 7.500 a 25.000 habitantes. La gente venía por el trabajo, pero lo que encontraban aquí les atraía». Después de Fagor, nació la Caja Laboral, otra cooperativa que permitía financiar nuevos proyectos. Y la Escuela Profesional, de la que Retegui era director, se convirtió en una Escuela Politécnica Superior donde el gobierno se comparte entre socios profesores, empresas y alumnos –que no ponen capital–. Con el tiempo, se crearon otras tres facultades, que a su vez constituyen cooperativamente la Universidad de Mondragón.
De la Escuela Politécnica salieron muchos jóvenes que, con Fagor como modelo y la Caja Laboral como fuente de financiación, provocaron «una explosión de cooperativas en los pueblos de donde venían: Marquina, Oñate…». Estos proyectos independientes terminaron formando una corporación que hoy agrupa a 268 empresas, de las cuales un centenar son cooperativas. La intercooperación entre ellas, que ceden parte de su autogobierno y de sus beneficios para promover proyectos comunes y ayudarse unas a otras es, para Artabe, una de las características más interesantes del grupo. Retegui apunta que, además, Arizmendiarrieta contribuyó bastante a desarrollar la legislación sobre cooperativas, que entonces solo contemplaba las de consumo y las agrícolas.
Más allá de la crisis
El modelo entró en crisis en 2013, con el cierre de Fagor Electrodomésticos. El hundimiento del buque insignia del grupo fue duro. Pero, para Sinde, también mostró la cara positiva del cooperativismo: «Los mecanismos de solidaridad funcionaron, el contexto económico ayudó, y se pudo recolocar a casi todos los trabajadores en otras empresas de Mondragón». Sí reconoce que «hay una reflexión pendiente, porque el cierre tuvo causas externas pero también internas».
Puede que «Fagor muriera de éxito –opina Artabe–. Tal vez estaban creciendo demasiado. Ahí siempre hay un poco de contradicción, porque al tiempo que defienden unos valores, si juegan en el mercado de la internacionalización hace falta tener beneficios, expandirse…». Cree que, en ese sentido, el grupo está luchando por retomar su rumbo original.
Retegui, ya jubilado pero aún muy vinculado al grupo, es optimista. Si en una sociedad con mucha menos cultura Arizmendiarrieta logró poner en marcha este modelo, «hoy su aportación es más válida que nunca y la sociedad está perfectamente formada para asumirla. Debe aprender a poner a la persona en el centro». Para ello, apunta, hace falta ser fiel a los principios, aplicarlos con flexibilidad e creatividad, y colaborar con otras empresas, instituciones públicas y centros de enseñanza. «La internacionalización –opina– es compatible con nuestros principios, pero hay que inventar un modelo (y ya se está haciendo) para que también los trabajadores y el entorno social de otros países», donde no es posible crear cooperativas, se beneficien de este formato.
En definitiva –concluye Artabe–, un constante reinventarse. «Arizmendiarrieta decía que el cooperativismo no era la meta, solo la estructura que había encontrado para plasmar mejor los valores sociales, cristianos y humanistas. No descartaba que en el futuro surgiera otra. Esto encaja con la teología: un cristiano sabe que nunca llegaremos a la perfección en este mundo».
Cooperativistas antes que cooperativas
Ricardo Pérez Aguado, director del departamento de Sector Público de la Caja Laboral (Laboral Kutxa), es uno de sus 2.000 socios. «Llegué en 1989, con 24 años. Era una época de expansión, y entraban unos 100 socios al año. Hay que superar unas pruebas, a las que nos presentamos 200 o 300. Luego pasas un período de prueba, y entonces ya aportas el capital mínimo», fragmentado si hace falta.
Ha trabajado en la Kutxa 25 años, con un parón de cinco en una empresa convencional. Acabó volviendo. «La principal diferencia era el compromiso de las personas –recuerda–. Aquí hay mucha dedicación, profesionalidad y compañerismo. También se nota en el trato con los clientes. Hay entidades que investigan esto haciéndose pasar por uno de ellos, y estamos siempre en los primeros puestos de España».
Hoy en día, solo dos tercios de sus trabajadores son socios, y «en los últimos años ha habido muy pocas incorporaciones». El resto son asalariados llegados sobre todo tras la fusión con otras dos entidades. En el conjunto de la corporación, los socios solo son el 40 %, pues en muchos países no se puede crear cooperativas.
Pero hay otra cuestión: «Quienes entran, no sé si tienen la mentalidad necesaria», añade Pérez Aguado. Para Arizmendiarrieta, formar cooperativistas era más importante que crear cooperativas. Y más difícil. De su implicación depende, en gran medida, que la cooperativa sirva realmente a su fin o que se quede solo en una estructura. «Los socios veteranos intentamos estar cerca de la toma de decisiones –explica Pérez Aguado–. Somos críticos, pero cuando hay que empujar, se empuja. Al jubilarse, siempre dicen que ha valido la pena».
«Muchos de los que entran nuevos no saben muy bien de dónde ha salido esto», continúa. Varios testimonios recogidos en el documental El hombre cooperativo y el investigador Jon Artabe coinciden en señalar que las nuevas generaciones de la zona consideran ser cooperativista un trabajo más. Sin embargo, un veterano, Javier Retegui, rompe una lanza a su favor. Cree que, si bien el fervor no es el mismo, en la juventud sigue existiendo interés: «Es tan buena como la de nuestra época, pero quizá hay que buscar nuevos formatos que ofrecerles».